martes, 29 de diciembre de 2009

La década ondulatoria.

Es final de año y toca el típico resumen del año, a mí sin embargo, me gustaría hacer un recorrido mayor pues también termina una década, un tanto extraña a mi modo de ver, pues yo la comenzaba estudiando Filosofía en la Complutense y la finalizo haciéndolo en la UNED y entre medias diversas circunstancias que hacen de mi vida una pequeña ondulación a pesar de mi presente y aburrida linealidad. Recuerdo perfectamente la entrada en el nuevo milenio, con los dichosos euros, trabajaba de media jornada, curiosamente como lo hago en la actualidad, pero tenía cosas claras, lo intuía la misma nochevieja cuando avanzaba al encuentro de mi amor de aquel entonces por esa calle horrenda, industrial, pero que tan gratos sentimientos afloran en su recorrido, no en vano allí pude deleitar a mis sentidos con dos de las mujeres más bellas y que mayor impacto causaron en mi juventud sólo superadas por la inalcanzable estival. Uno de los clímax se alcanzaba tres años después y con el descenso se dio uno de los largos viajes que a su vez se dieron cada tres años (en mi década anterior tengo una analogía similar con mis visitas a los hospitales aunque cada dos años) . Por ello creo que una década no caracteriza bien el tiempo vital de cada uno, es demasiado larga para concretar en ella las diferentes visicictudes que arrastra el devenir, partcularmente prefiero agrupar ese lapso temporal único e indistinguible en trienios, donde la amalgama de sensaciones se agrupa de manera más coherente y la curva gráfica puede ser resuelta sin grandes sobresaltos. Ha habido momentos de agachar la cabeza en esa ola que ha ido creando mi década, ahora creo que me encuentro casi como al principio, en el momento plano, en el término medio desde el cual despegar o aterrizar, en tres años responderé o ¿quizá la década acuiciada por la edad deje de saltar? (no creo, eso no es estar vivo)

Desearos desde aquí un próspero y feliz 2010

jueves, 10 de diciembre de 2009

Un par de palmadas.

Aquel día subía delante de él un viejo a pasos atortugados, uno de estos cuya prisa más inmediata es observar el parsimonioso crecimiento del edificio contiguo. Se quedó a la espera, detrás, sin amenazar con pisadas bruscas y descompasadas, no tenía la rutinaria prisa juvenil aquella tarde. Pero la espera resultó minúscula ya que en el siguiente descansillo el señor mayor hizo sonar el timbre de la puerta y se giró para permitirle el paso y saludar, correctamente, como incluyen empolvadas costumbres. En ese preciso momento descubrió en aquella mirada experimentada un halo de misticismo, de conjunción sobrenatural narrada en el infinito azul jovial que aquellos ojos irradiaban, incluso el mismo saludo oral le transmitía cierta confianza y familiaridad. Justo en el momento de pasar el anciano pasó su brazo por encima del hombro del joven y con su mano dio dos suaves palmaditas en la espalda que ya se dirigía a encontrarse con el primer escalón, de ahí subió como un pequeño cosquilleo una sensación de integración, una unión con el mudo adulto, como si aquella persona mayor le hubiese transmitido de un par de golpecitos toda una sabiduría, una experiencia conclusa que le determinaba, le asignaba un nuevo rol pues ya podía ser considerado uno más tras esta pequeña aprobación de tan alto tribunal. En ese momento se sintió lo suficientemente mayor y escaló el resto de peldaños con suficiencia y algo de arrogancia, pues era partícipe del gran corpus social, parte integrante del mismo. Con esa misma aptidud se dispuso a abrir la puerta cuando esta se abrió bruscamente y su joven esposa apareció con una maleta en el umbral. El mismo umbral en el que dos horas después se preguntaba si aquello que le revelaron los sutiles golpes no fueron sino presagios de la vejez y corrupción que a todo afecta, si aquel amable hombre era un trasunto del dolor que ahora mismo experimentaba, por el que se había convertido en mayor para sufrir.