jueves, 10 de diciembre de 2009

Un par de palmadas.

Aquel día subía delante de él un viejo a pasos atortugados, uno de estos cuya prisa más inmediata es observar el parsimonioso crecimiento del edificio contiguo. Se quedó a la espera, detrás, sin amenazar con pisadas bruscas y descompasadas, no tenía la rutinaria prisa juvenil aquella tarde. Pero la espera resultó minúscula ya que en el siguiente descansillo el señor mayor hizo sonar el timbre de la puerta y se giró para permitirle el paso y saludar, correctamente, como incluyen empolvadas costumbres. En ese preciso momento descubrió en aquella mirada experimentada un halo de misticismo, de conjunción sobrenatural narrada en el infinito azul jovial que aquellos ojos irradiaban, incluso el mismo saludo oral le transmitía cierta confianza y familiaridad. Justo en el momento de pasar el anciano pasó su brazo por encima del hombro del joven y con su mano dio dos suaves palmaditas en la espalda que ya se dirigía a encontrarse con el primer escalón, de ahí subió como un pequeño cosquilleo una sensación de integración, una unión con el mudo adulto, como si aquella persona mayor le hubiese transmitido de un par de golpecitos toda una sabiduría, una experiencia conclusa que le determinaba, le asignaba un nuevo rol pues ya podía ser considerado uno más tras esta pequeña aprobación de tan alto tribunal. En ese momento se sintió lo suficientemente mayor y escaló el resto de peldaños con suficiencia y algo de arrogancia, pues era partícipe del gran corpus social, parte integrante del mismo. Con esa misma aptidud se dispuso a abrir la puerta cuando esta se abrió bruscamente y su joven esposa apareció con una maleta en el umbral. El mismo umbral en el que dos horas después se preguntaba si aquello que le revelaron los sutiles golpes no fueron sino presagios de la vejez y corrupción que a todo afecta, si aquel amable hombre era un trasunto del dolor que ahora mismo experimentaba, por el que se había convertido en mayor para sufrir.

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