Hacía tiempo que no lograba sostenerme una tarde entera en completo silencio, sin encender nigún reproductor en el ordenador, ni una gota de música, de onda audible que manifieste su ardor en mi oido. No hubo dislocaciones encuadradas, ni concursos de sabios como tampoco hubo muestras de la feliz vida prometida por el producto, sólo el débil ruido y algarabía de algunas correrías infantiles que llegan desde la ventana interrumpido intermitentemente por el martilleo de algún vecino transformista. Que felicidad si fuera cierto, que desengaño al comprobar que la música la pusieron las palabras, de la dulce poesía que leía, y las ondas eran transmitidas por cualquier capricho investigativo, que difuminaban el campo armonioso del armazón textual. Mentiras, sí hubo, cientos, miles, infinitas, mentiras, tantas como palabras, como metáforas, como sentimientos, pues unas caen sobre otras como si el tiempo así las tratase de menguar, ya no estaban, esfumáronse, se concentraron en su definición, en su ortodoxa ambición y se aliaron en la búsqueda de la razón con la promesa de la felicidad, que jamás llegaron a encontrar en este corto teclear.
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